Interior/noche Habitación. 5am. Me despierto sobresaltada por los gritos de un hombre: «Teresa, llama a la policía. ¡Tú, vete de aquí, sinvergüenza! Teresa, corre que está intentando entrar en el segundo.» Ahora es mi propia voz la que dice: yo vivo en el segundo.

Me incorporo disparada. Entro en pánico, no sé qué hacer, dios mío, por qué me has abandonado, están intentando entrar en mi casa… Voy a morir. Consigo reunir fuerzas de donde no las tengo y me encamino a la puerta, preparada para dar patadas a diestro y siniestro o tirarme balcón abajo, según lo vea. Me asomo por la mirilla y veo a un hombre forzando la puerta e intentando entrar… en el piso de enfrente. Siento alivio y vosotros también lo habríais sentido. Pero claro, la conciencia ciudadana me invade, que en el fondo soy buena persona; tengo que llamar a la policía, allí solo vive mi vecina con su hijo adolescente.

Con el deseo más ferviente de ser la Wonder Woman que no soy, intento marcar el 091, pero no atino, aunque sean tres dígitos memorizados en la infancia, marco una y otra vez 123 (¡Vodafone!, ahora, ¿por qué?) La ansiedad y el miedo se apoderan de mí, y si se entera de que quiero denunciarle y vuelve otro día para vengarse de mí. Me mareo.

Oigo jaleo por la escalera. Son ellos, LA POLICÍA. ¡Qué rápidos! Suben al tercero comprobando que los pisos están cerrados y yo allí pegada a la mirilla con las uñas clavadas en la puerta como un ave rapaz. El vecino les explica lo ocurrido y ellos bajan al segundo. Llaman. No contesta nadie. Un minuto, dos, vuelven a llamar, nada… Permanezco detrás de la puerta, asustada, así que me encomiendo a la telepatía y la ley del secreto mandándoles mis pensamientos «no os vayáis, yo sé que está dentro» No sé si la policía tendrá sexto sentido o no, pero estos no se fueron.

De repente, con un hilillo de voz se oye a mi vecina: “¿Sí? ¡Dios mío, está en casa! La policía pregunta si está sola y ella responde que sí. Noooooooo, él maleante está dentro, yo lo sé. La policía, muy perspicaz, capta la mentira y le pide que abra la puerta. Ella se niega. La tiene secuestrada, afirmo para mis adentros. La policía insiste y se coloca en protocolo: cada uno desenfunda su pistola y se reparten por la escalera, uno se pega contra mi puerta. ¡Mierda, a que ahora hay un fuego cruzado y me llevo una bala por cotilla!

Por fin mi vecina abre la puerta y se asoma en bata, detrás de ella el “malhechor” en calzoncillos con los brazos en jarra y su calvicie reluciente. La policía regaña a mi vecina por mentir, a él lo acosan a preguntas que no puede responder. Todos leemos una fina línea recorriendo su frente que dice: piiiiii (encefalograma plano). Mi vecina coge las riendas de la situación, se arma de valor y confiesa su noche loca. Se pasó con el alcohol, se confundió de casa, esas cosas… Pero de repente la noche sufre un giro inesperado y oigo a los agentes preguntar: y ese otro chico, ¿quién es?” ¿¡Cóóóóóómo, qué hay otro!?

Ella se queda sin palabras, tartamudea. La explicación queda suspendida en el aire, pero todos la entendemos. Los agentes bajan las escaleras lanzándose miraditas, mi vecina cierra la puerta en silencio y cabizbaja, yo vuelvo a mi cama mordiéndome el labio para no estallar en una carcajada. ¡Pobre, para una vez que pilla (por partida doble) y se entera todo el vecindario!

Con esta anécdota de hace unos años quiero homenajear a Steven Bochco y su Canción triste de Hill Street, una de las series de mi infancia. Estoy segura de que él era un tipo divertido. Recuerden: Tengan cuidado ahí fuera 😉

 

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