La conocí en mi último año de carrera. Un profesor me recomendó leer sus libros para preparar el personaje de mi proyecto final. Era un adolescente de 11 años que contaba como hacerse mayor es aprender a decir adiós. Así es como Manolito Gafotas entró en mi vida en forma de libro y de película, y me acompañó todas las noches de ese verano eterno que parecían separar mi vida de estudiante de mi vida adulta.

Después le perdí la pista y fue gracias a mi amiga Mar cuando volvió en forma de columna. Ambas acabábamos de romper con nuestros novios y entrábamos en la treintena. Un nuevo cambio de etapa. Ese 3 que separa la permisiva juventud de la vida responsable.

Nos encantaba desayunar los domingos de resaca en la plaza del 2 de mayo con los primeros rayos de sol de un invierno que hacía por marcharse y empezaba a calentar. Mientras devorábamos el té, los cotilleos de la noche anterior en el Boosters, el ibuprofeno y la tostada con tomate, ella se colaba en la conversación. Usaba cualquier tema de actualidad, su vida en EEUU, una reflexión sobre su juventud, que a ratos parecía la nuestra, para invitarnos a leer, a debatir, a querer aprender a pensar.

El domingo pasado volví a sentarme en el mismo rincón de la plaza, volvía a calentar el sol. También algo está cambiando. Esta vez no estaba de resaca, venía de nadar. Compré el periódico. Hice la foto y se la envié a Mar por whatsapp. Hace tiempo se mudó a Londres y ahora es madre. Busqué entre las páginas la columna, pero no la encontré. Recurrí a twitter y encontré su versión online.

Volví a mirar la foto y vi la silla vacía frente a mí con un café estratégicamente colocado para la foto; es como si estuviera esperando a alguien o como si alguien se hubiese marchado de repente y hubiera dejado algo a medias.

Eché de menos a las dos. Ellas huelen a domingos por la mañana, a desayuno parís en la terraza del café Mahón, a conversaciones que construyen una mirada sobre el mundo, a algo que ninguna aplicación puede sustituir. A amistad.

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